No tiene sentido
asesinarte en una tarde solitaria
de cualquier agosto agonizante.
No, no lo haré.
Porque años atrás, escuché al Oráculo
vaticinar tu deceso
y hoy yaces marchito junto a tus flores del éxito.
Nunca fui Santo Espíritu de Dios,
pero ella abandonó la palma de tu mano
para cobijarse bajo la sombra de mis alas.
Cuando tú te creíste el malvado Kaschéi,
solo conseguiste quedarte como el antiguo José
en su decrepito taller, observando las huellas de poeta.
Hijo que nunca engendraste.
No fui Zeus transformado en lluvia de oro.
Pero me derramé sobre el nombre femenino
de hermosa fertilidad,
con la poiesis de mi verbo;
con los miles máscaras que El Or Ein Sof me obsequió.
Solo he sido el pájaro de fuego que te venció,
el Aeda de versos viviente, el poeta inmortal
que incinera tu alma; porque escribo
no con el lápiz del senil carpintero,
sino con la tinta resplandeciente de mi largo plumaje.
Yehudah Abraham Dumetz
© Libro de prosa poética: “Voces desde mi exilio”
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